domingo, 28 de abril de 2024
02/07/2013junio 12th, 2017

El Museo de Arte Abstracto de Cuenca acoge hasta el 6 de octubre la exposición de Eduardo Arroyo «Retratos y retratos», organizada por la Fundación Juan March con la colaboración de La Fábrica. 

Con un título intencionadamente redundante, la muestra, que reúne más de un centenar de obras del artista, está centrada en dos aspectos muy presentes en su trabajo durante gran parte de su prolífica carrera de pintor y que, sin embargo, hasta ahora apenas habían sido expuestos y, desde luego, nunca confrontados el uno al otro.


Se trata, por un lado, de su faceta de retratista. Arroyo ha sido, desde sus inicios, un pintor de retratos (y autorretratos), interesado tanto por personajes de ficción como por personajes muy históricos y muy reales. Estos últimos han sido el objetivo principal a la hora de seleccionar las obras para esta exposición: autorretratos o retratos de figuras reales, históricas, y no tanto representaciones de personajes imaginarios.

Las 33 pinturas y dibujos y las ocho esculturas que integran esta exposición, pertenecientes a distintas colecciones públicas y privadas españolas e internacionales, conforman una galería de retratos -algunos de ellos conocidos, otros rigurosamente nuevos- de personajes de la historia nacional e internacional: figuras históricas como Isabel la Católica; figuras de la vida pública, que van desde Napoleón a la reina de Inglaterra pasando por Carmen Amaya; escritores como Franz Villiers; boxeadores como Marcel Cerdan; poetas como Hölderlin; pintores como Soutine, Van Gogh, Rembrandt o Richard Lindner o santos mártires como San Sebastián… y también el propio pintor.

La selección incluye piezas de finales de los años 50, fecha de su marcha a París, hasta el año 2012, con algunas esculturas y, sobre todo, tres autorretratos muy recientes que parece haber firmado desfigurándolos -los rostros tienen huellas de las sustancias líquidas que el pintor ha arrojado a cada rostro al acabarlo- «cum ira et studio», con esa mezcla de humor y seriedad perfectamente conscientes que nadie puede echar de menos en la polifacética obra de Eduardo Arroyo.

Pero Arroyo ha sido, también, un artista enormemente interesado por otra faceta del trabajo artístico, una actividad para la que aún no hace mucho solía emplearse la palabra «retrato» (en aquellas épocas en la que la gente aún «iba a retratarse»): la fotografía. Y es que, desde siempre, a Eduardo Arroyo le ha interesado la fotografía, de modo especialmente operativo a partir de los años 70. Le atraía no tanto como práctica artística -Arroyo no es ni ha querido ser nunca fotógrafo, ni mucho menos «artista-fotógrafo»-, sino en su papel -nunca mejor dicho- de soporte de la memoria familiar y social; en última instancia, su poder narrativo. En este sentido Oliva María Rubio, comisaria de la muestra y autora de uno de los ensayos que recoge el catálogo, habla de «narraciones fotográficas».

En efecto, a Arroyo le han interesado las viejas fotografías de los rastros y los mercadillos, los desechos de los álbumes familiares y las fotografías de autor desconocido y gentes anónimas, sobre cuyo soporte y cualidades ha trabajado e intervenido -pintándolas, cortándolas, fragmentándolas, yuxtaponiéndolas a dibujos, pinturas o papeles de calco, haciendo collages y foto–collages, seriándolas- como mejor le ha parecido y más convenía a sus intereses pictóricos.

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