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26/11/2015junio 7th, 2017
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Pocas cosas elevan o hunden el ánimo de un político más rápidamente que una encuesta. En esto no se diferencia la nueva política de la vieja política, ni los partidos emergentes de los veteranos, ni los líderes treintañeros de los sexagenarios.

Las encuestas tienen un efecto reconstituyente o desmoralizador al que nadie escapa. Ni siquiera los que suelen salir mal parados de ellas habitualmente están inmunizados ante sus potentes efectos. Siempre hay algún momento dulce y… Caes en la trampa para luego despertar con otro demoledor sondeo. Ahí están los casos de IU y UPyD, con sus diferencias entre ellos, pero al fin y al cabo los casos más extremos de partidos auspiciados y desahuciados por las encuestas.


Es más fácil enfrentarse al éxito o al fracaso del veredicto de las urnas la noche electoral que a la dictadura de las encuestas. Antes, al menos eran una vía rápida para saber lo que pensaba la calle sin la incomodidad de tener que pisarla y abandonar unos momentos el coche oficial, el despacho o la cohorte de asesores empañados en apartarte de problemas, disgustos y preguntas incómodas.

Pero es que ahora las encuestas van por detrás de los encuestados. Hace tiempo que vengo observando y escribiendo que cuando una encuesta vaticina un resultado, éste ya ha pasado y los encuestados han empezado otra página.

Más que para predecir los sondeos de opinión están sirviendo para explicar porqué ha pasado lo que ha pasado o porqué no ha pasado lo que tenía que pasar. La volatilidad de la política, propiciada por la inestabilidad de ánimo de los ciudadanos y su hostilidad hacia sus élites dirigentes, hace que incluso las encuestas que aciertan tengan una vida muy corta.

Va en descargo de encuestadores y sociólogos que tal y cómo vienen los tiempos, no hay Dios que nos entienda y mucho menos que nos siga el paso. Además, es posible que las viejas preguntas no basten para adivinar los nuevos tiempos. Y quizás falta escuchar. A veces tengo la sensación de que los encuestadores están más obsesionados por sumar, restar y porcentualizar que por escuchar lo que de verdad les están diciendo.

No pretendo hacer una crítica a la profesionalidad de los institutos de opinión y su valiosísima labor para tantas cosas, pero no se puede obviar que se están quedando muy cortos como vaticinadores y proveedores de escenarios políticos fiables a medio plazo.

Cuando se miden datos no se está mirando a los rostros. La dificultad del momento, con una población empobrecida, enfadada y decepcionada, hace el resto y complica pronósticos fiables salvo a cortísimo tiempo.

Creo que un político que escuchase atentamente un par de horas en la taberna, el gimnasio, el supermercado, el cine o cualquier otro escenario de la vida cotidiana intuiría más por dónde van los tiros que leyendo decenas de encuestas.

Cuando los medios de comunicación llevamos a grandes titulares como si se tratara de un gran descubrimiento los resultados de la última encuesta, tengo la impresión de que muchos ciudadanos al leernos piensan: ¿Cuál es la noticia? ¿De qué se sorprenden? Los lectores van por delante.

Y es que esa somnolencia que ha atacado a políticos y encuestadores a la hora de captar la realidad es común también a muchos periodistas, más preocupados de escuchar atentamente a los políticos que de pegar la oreja en la calle y saber lo que la sociedad piensa para poder, al menos, contarlo.

Cuando fallan, muchos periodistas también echan la culpa a las encuestas. ¿Cómo lo íbamos a saber, si todas las encuestas decían lo contrario? Pues muy sencillo, escuchando a la fuente original, los ciudadanos.

Lo que ha pasado y está ocurriendo con PP, PSOE, Ciudadanos o Podemos, oscilaciones incluidas, ha estado antes de las conversaciones de los españoles que en las de los políticos, los periodistas y las encuestas.

Aprendamos la lección ante el 20-D.

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